lunes, 23 de noviembre de 2009

JAVIER LLAMAS REYES


JAVIER LLAMAS REYES (QEPD)

A Javier lo conocí cuando cursaba la primaria, allá por 1972, cuando fuimos compañeros  en quinto y sexto grados en la Escuela Primaria Cuauhtémoc T. M. de Tecomán, Col., donde más de una vez dirimimos nuestras diferencias entre golpes e injurias. Después seguimos compartiendo experiencias en la secundaria Gregorio Torres Quintero del mismo lugar, en diferentes grupos y aunque seguido salíamos en desacuerdo decidimos llevar la fiesta en paz y llegamos a ser muy buenos amigos. Desde entonces no nos perdimos de vista hasta que salimos de la Normal.
Después de presentar el examen para entrar a la Normal me di cuenta que Javier no había quedado en los grupos autorizados (del A al F) y me llegó la tristeza. Pero a los pocos días me informaron que habría un grupo más (el G) y que la lista de aspirantes se recorría de acuerdo con los puntajes obtenidos en las diferentes pruebas que nos aplicaron. Yo sabía que Javier tendría que estar ahí, y no me equivoqué.
Cuando lo vi en la Normal me sentí muy bien, lo felicité por haber sido llamado a inscribirse y lo invité a vivir en la casa de asistencia donde vivíamos algunos conocidos como Julio Alcaraz y Tomás Palomino. Aceptó y se hospedó ahí, en la calle Juárez cuyo número ya no recuerdo, cerca del Jardín del Rico.  Al pasar algunas semanas le comenté: “¡Pinche suerte la tuya! ¡Ya te tocaba ser maestro porque hasta en el grupo H hubieras cabido, cabrón!”. Para ese entonces ya se oía que los rechazados (epíteto que nunca me agradó) ocuparían un lugar en nuestra  Normal. 
Algunos meses después denunciamos ante las autoridades de la Normal los malos tratos que recibíamos en esa casa, misma que logramos que se clausurara. Después vivimos en diferentes lugares: por la calle José Rolón, por Vicente Guerrero, 1º de Mayo, Fresno, Cristóbal Colón, en una cerrada cuyo nombre escapa a mi memoria y finalmente por  Marcos Gordoa.
La etapa más dura en la vida de normalista la pasamos juntos en una casa que rentamos en la calle Fresno. Ahí teníamos que pagar al contado la luz, la renta y la comida (aparte de prepararla), ¡De veras nos las vimos negras!
La poca o casi nula solvencia económica nos hizo en una ocasión robarnos los elotes (casi mazorcas) de la parcela escolar con los cuales hicimos lo que llamábamos sopa crema de elote. ¡Qué banquete nos dimos después de permanecer dos días en ayuno obligado! Esta experiencia nos tocó compartirla con Heriberto Ruiz Zavala, Jaime Leopoldo Munguía Rosales, Jorge Cortés Luis Juan, Héctor Manuel Peña Méndez y José Armando López Barajas, todos compañeros de la generación. Ahí vivimos  y aprendimos de todo, desde el arte culinario hasta convivir con los fantasmas que rondaban por toda la casa. No en balde nos la rentaron por una cantidad  mínima y nosotros agradecimos el gesto sin saber lo que nos esperaba. Pensamos todo a favor: ¡Barata y cerca de la Normal! ¡Que más queríamos!
Pasó algún tiempo y este equipo se desintegró, ya que por recomendación de Jorge fuimos aceptados en el Instituto de Yoga de la Gran Fraternidad Universal ubicado en Colón, muy cerca del jardín principal, ahí nos fuimos a vivir ya sin Heriberto y José Armando, quienes decidieron irse a otra casa. Esta incursión por la senda mística duró un año más o menos, hasta que Javier alojó en el recinto a su ex novia, una atractiva chica que venía de Tecomán, Col., con dos de sus primas, pues iban a presentar examen de admisión en la Normal. Dar hospedaje a mujeres en este sitio estaba prohibidísimo para nosotros. Los encargados del disciplinario recinto, luego de deliberar sobre esta acción, decidieron echar a Javier. Me solidaricé con él y así empezó un peregrinar juntos que terminó con la graduación.
Todos necesitamos un amigo con quien platicar alegrías y penas, experimentar la recíproca comprensión que es necesaria en asuntos sentimentales o familiares, compartir los triunfos y los fracasos, discutir hasta mandarse al diablo para después estrecharse las manos  y seguir como si nada hubiera ocurrido. Todo eso pude compartir con Javier en el tiempo que convivimos como estudiantes en nuestra queridísima Normal.
Lo último que supe de él, todavía en vida, es que radicaba en Cd. Tuxpan, Jal., que se había casado con una compañera educadora y que era padre de dos o tres niñas. Esto me lo contó uno de sus hermanos menores, que era el proveedor de leche de vaca en el barrio. Cuando me enteré de su deceso, a través de un compañero que teníamos en común, sentí que algo dentro de mí se desprendía. En ese momento me reclamé y le reclamé a él por no seguir compartiendo otros momentos que seguramente hubieran sido tan fortalecedores como los que tantas veces vivimos en la etapa de normalistas. Ya era tarde. Mi amigo había partido. ¡Descansa en paz, hermano!

José Luis Hernández Chávez.
Tecomán, Col., noviembre de 2009.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me hubiera gustado conocer a ese señor Javier Llamas, hablan de el y resulta que es mi suegro, estoy casado con su hija la mayor Irma Yadira, aunque no lo conocí en persona, cuando leo o platican de el me lo imagino.